Acercó de nuevo su cara al espejo y comprobó que el paso del tiempo deja huellas indelebles en la mirada. La luz era tenue y dejó volar, absorto como estaba con la música, su imaginación. Pensó que lo vivido es un torrente que arrastra sensaciones y sentimientos. Momentos que parecen olvidados y otros que están nítidamente anclados en la memoria. Un aluvión que se va depositando en lo que llamamos alma -nuestra esencia- creando con los años un delta que crece mientras la noria del tiempo gira y gira, en la esfera del reloj.
Mientras observaba su cara, jugó a resumir su vida en instantes. Esos que siempre contamos cuando nos reencontramos con alguien a quien llevamos mucho tiempo sin ver. Juntó cinco momentos, como cinco relámpagos. Hubo más, claro. Pero no eran los que recordaba cuando se reencontraba con alguien a quien llevaba mucho tiempo sin ver. Los recordaba ahora, pausadamente, cuando no dejaba que la memoria hablara por él.
Rescató del olvido detalles que rodearon a los cinco capítulos en los que, inconscientemente, había dividido su vida. Todos enlazados a personas que le habían importado o le seguían importando. Personas que un día constituyen los puntos cardinales que orientan tu singladura y otro, son coordenadas que cambian al azar, haciendo imposible la navegación. Que entran y salen de tu vida, a través de una puerta giratoria que luego, en realidad, suele funcionar en un único sentido.
Recorrió su cara en el espejo y recordó al niño que fue hace tantos años. ¿Qué quedaba de él en su rostro? ¿Qué quedaba en su interior? La zozobra crecía al ver que la noria del tiempo es en realidad un torbellino que nos atrapa en las trampas de la memoria. Oyó risas del pasado y recordó las frases hechas que repetían sus padres. Las mismas que repetimos nosotros algunas décadas después a nuestros hijos. Y sintió que la piel se le erizaba al pensar en décadas.
Aún se recordaba a sí mismo extendiendo los deditos para contar los años e imaginarse con diez. Diez años y toda su existencia cabría en sus manos. De eso hacía ya cuatro décadas. Cuatro más, con suerte y, posiblemente, todo sería un recuerdo en las personas que le habían importado o le seguían importando.
La música de fondo, le tenía atrapado. En realidad, daban igual cuatro décadas más, o menos. Lo importante no es el tiempo vivido, pensó, sino la huella que ese tiempo va dejando en la mirada. Ahora que observaba fijamente sus ojos, comprobó que era serena, madura. Recordó las palabras de Neruda… «confieso que he vivido» y sintió brotar una lágrima y luego otra. Y otra más.
En ese momento, salió de su ensoñación, se pasó rápidamente las manos por los ojos, como un improvisado pañuelo y comenzó a sonreír. Los capítulos en los que caprichosamente dividimos nuestra vida, sólo se entienden cuando se ven por el retrovisor de nuestra existencia. Sonrió aliviado porque sentía que todas las piezas encajaban. Todo cobraba sentido. Pensó en ella y se sintió el hombre más afortunado del mundo mientras, ahora sí, escuchaba la última estrofa de aquella canción…
For what is a man, what has he got?
If not himself, then he has naught.
to say the things he truly feels;
and not the words of one who kneels.
the record shows I took the blows –
and did it my way!
Los pelos como escarpias y la lágrima asomando… ¡Bravo, Carlos!
Me gustaMe gusta